“Me mandáis reina, que renueve un dolor indecible...”
Eneida (II, 3)
Óscar A. Fernández O.
No son pocos los testigos vivientes de aquella larga y oscura noche protagonizada por la dictadura militar, que pueden hoy ver a un puñado de Generales viejos, afligidos y sobretodo sin el poder con el que decidieron el destino de miles de inocentes y segaron la vida de muchos prisioneros, haciendo caso omiso de los tratados internacionales.
¿Qué moverá ahora a sus víctimas a llevarlos ante la justicia, después de más de dos décadas de aquellos terribles crímenes que conmovieron la conciencia internacional? ¿Deseo de justicia o sed de venganza? Sólo cada uno de ellas lo sabrá. Aunque, confundir la venganza con los procesos judiciales en los que se castigan los crímenes contra la humanidad equivale, en el mejor de los casos, a ignorancia bienintencionada y, en el peor, a una estratagema retórica de los cómplices intelectuales de los criminales de guerra.
Por encima de las normas dictadas por los hombres hay un conjunto de principios morales universalmente válidos e inmutables que establecen criterios de justicia y derechos fundamentales propios de la verdadera naturaleza humana. Ellos incluyen el derecho a la vida, a la integridad física, a expresar opiniones políticas, ejercer cultos religiosos, a no ser discriminados por razones de raza, etc., a no ser coaccionado sin un debido proceso legal. Este conjunto de principios conforman lo que se ha dado en llamar “derecho natural”. Las normas positivas dictadas por los hombres sólo son derecho en la medida que se conforman al derecho natural y no lo contradicen. Cuando enfrentamos un sistema de normas que está en oposición tan flagrante con los principios del derecho natural como la Ley de Amnistía, tan vivamente defendida por el aparato de gobierno y el partido neofascista que lo detenta, implica desnaturalizar grotescamente el Estado de Derecho.
Sin embargo, hay un antecedente importante que nos puede ayudar con la duda. Finalizada la segunda guerra mundial, la primera idea fue ajusticiar a los dirigentes nazis, pero después de algunas reflexiones, se acordó crear un Tribunal Internacional que juzgara a los criminales de guerra en Nüremberg. Las razones para utilizar este recurso fueron: 1. Juzgar a cada uno para determinar su grado de responsabilidad, cómo principio de la justicia en las democracias. 2. Que los crímenes cometidos eran monstruosos y que las huellas de esa barbarie debían conservarse, para que la historia se encargara de trasladarlo a las nuevas generaciones. 3. Causar impacto en la conciencia de los pueblos, dando a conocer aquellos rostros culpables y transmitir la seguridad de que los nazis y toda forma de totalitarismo y racismo nunca serían impunes. Sólo así se podría derrumbar el mito de una máquina de matar anónima, que causó tanto daño.
Los crímenes de guerra son una categoría tradicional del derecho internacional que abarca las violaciones graves en perjuicio del combatiente enemigo y de la población que lo apoya, además de la protección de las personas que no participan de las hostilidades. Pero a partir de la segunda mitad del siglo pasado se establece una nueva categoría de delitos: los crímenes contra la humanidad, que juzga también a aquellos que al cometer los crímenes obraron amparados en la legalidad.
Por su parte, la tortura sigue siendo usada cómo instrumento de castigo, pero Amnistía Internacional y otras asociaciones civiles que luchan contra el terror y la impunidad del Estado, han demostrado que la tortura y el asesinato con lujo de barbarie fueron prioritarias formas de eliminación utilizada por las dictaduras militares latinoamericanas en los años ochenta. Entre estos países destacó El Salvador.
Debe quedar claro que no se trató de actos de tortura y asesinato cometidos por particulares sicópatas y asesinos, sino por autoridades gubernamentales (militares, policías y otros especialistas formados y entrenados con la colaboración de otros Estados) Era una poderosa red de salvajismo y muerte, dónde el ciudadano y el opositor político no tenían ninguna posibilidad de defenderse. Esto es lo que hace aún más repugnante el fenómeno.
El sicoanalista alemán Mitscherlich, recuerda que la imagen del crucificado está asociada desde siglos a nuestra civilización, rara vez considerada como lo que en realidad era: el sometimiento de un hombre a la tortura con intenciones de matarlo, no sin antes hacerlo sufrir. La muerte sin dolor le era negada, porque ésta por sí sola no constituía un castigo suficientemente duro.
Hay un tema que se ha quedado a medias y que es necesario que se resuelva de manera urgente en el comienzo del nuevo milenio: la cuestión de los crímenes de guerra. Un tribunal de crímenes de guerra organizado desde abajo, por los pueblos que han padecido las grandes expoliaciones seculares. Lo que resulta más sorprendente de los grandes crímenes de guerra es cuán pocos de sus responsables han sido llevados a juicio en alguna ocasión.
Para que el odio, la brutalidad o la limpieza étnica sean aceptados es necesario un elemento clave: “la construcción del otro como objeto de odio”, explica la socióloga Slavenka Draculick. No hace falta que las razones sean racionales ni ciertas; lo más importante es que sean convincentes para que la gente las acepte, aunque normalmente se basan en mitos y prejuicios. La propaganda se encarga de transformar la diferencia (etnia, ideología, nacionalidad) en motivo para dar la impresión de que el “otro” es una amenaza, tal y como señalaban los militares asistentes al mitin de apoyo al candidato de ARENA, al referirse a la “amenaza comunista” sonando los tambores que llaman a la guerra.
Lo decisivo es despojar a los otros de sus rasgos individuales, para reducirlos a miembros del grupo enemigo. “Cuando una persona se ve reducida de ese modo a una abstracción, uno es libre de odiarla porque el obstáculo moral ya ha sido abolido”, señala Draculik. A partir de ahí, gente normal puede cometer crímenes.
Estas atrocidades son producto exclusivo de la mente humana y por eso la tortura y los crímenes contra la humanidad creo que no desaparecerán, pero dónde quiera que se realicen habrá que combatirlos y castigarlos, si aún nos queda un poco de decencia.
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